El viaje de mi padre. Julio LLAMAZARES.
Conocí a tu padre. Le conocí leyendo Memoria de la nieve, La lentitud de los bueyes. Le conocí leyendo Luna de lobos. Después le seguí conociendo en El filandón, en La lluvia amarilla. Durante ese tiempo estudiaste y te licenciaste en Derecho. Volviste de la universidad de Oviedo y te presentaste ante tu padre en la Mata de la Bérbula, con el deber cumplido, también ante tu madre. A tu madre nunca la conocí; eso es porque las madres viven juntas en el mundo de las madres, de los abrigos blancos que no quitan ese frío que es ver las distintas dimensiones de los hijos. No, no conocí a tu madre. Conocí a tu padre; era una constante referencia en El río del olvido. Ya entonces se gestionaba ese río del olvido en el territorio blanco de la depresión y del amor. Fue entonces cuando tú ya te habías licenciado como escritor y un escritor debe o debía vivir entonces en Madrid. En los años ochenta, Madrid era la meca nacional de los artistas de provincias. La movida, la inmensa cantidad de juventud y libertad, aquella libertad tan distinta y con tan distinto valor, según dicte el mercado en cada momento. Los ochenta no fueron iguales para todos; hubo gente que se quedó atrapada en la nada, que no supo entender las preguntas de los que llegan: cómo, con quién, dónde, al lado de. Esas preguntas que sentían todos los artistas. No todos llegaron. El que consiguió romper el techo pudo ver y mientras tanto. Mientras tanto, tu padre siguió a lo suyo, cada vez más alejado, como un furtivo cuando sigue un rastro invisible y, aunque el rastro fuera invisible, era rastro. Y como tu padre, otros muchos también se fueron callando. Te leía y callaba, estaba conforme, y estaba pendiente de ti, pendiente por saber por qué caminos te podía llegar esa querencia por los vagabundos que ya aparecían en La lentitud y en La memoria, en un reportaje publicado en El País (15 de mayo de 1988) como “Nuevas vidas ejemplares” o la entrevista al mendigo Bernardo Gonzalo; de hecho, también los vagabundos son tu padre, son los maquis de la guerra, son los desplazados de Vegamián, de Riaño, del Porma, son los huérfanos. Siempre en el sentimiento, la indefensión del huérfano frente al mundo o frente a las vidrieras de la catedral de León. En todas las solapas de los libros aparece esta frase: “nació en el desaparecido pueblo de Vegamián” y una foto firmada por Agustín Berrueta. De la desaparición de Vegamián a los valles mineros de León, la nieve, el carbón, secuencias mudas de una película en la que los principales secundarios son vagabundos, solitarios, gente en tránsito, León, la precaria industria de los valles mineros, donde tu padre, como maestro nacional, daba clase a los hijos de esos mineros, donde por el simple hecho de ser maestro ya entraba de lleno en la nómina de los animales sospechosos y con él toda la familia. En esa nómina solo faltaba un poeta y el poeta llegó. El poeta llegó y se fue en otoño, de Olleros a Madrid, los ochenta, el artisteo, la movida, los nuevos novelistas, la nueva novela española, El País, el cine, la gran acogida en Seix Barral, la fama, Llamazares frente a Benet, Llamazares frente a Camilo José Cela. «De eso, escribir, se puede vivir». Y tu padre registró cada una de esas secuencias, plano a plano, pero sin alejarse de ese rastro que, aunque muy cansado, incluso ausente, seguía con total determinación, mirando al infinito, mirando los ojos de los hijos, y sin poder evitarlo, viendo cómo también ellos heredan una porción de esa soledad, la terrible soledad de la nieve. Y esa soledad busca compañía y esa compañía le da a Llamazares un hijo, otro Julio, de nuevo otro licenciado en Derecho. Con la realidad de los hijos se solapa la realidad de los padres, una realidad que se va difuminando en el paisaje, lentamente, como una acuarela, mientras que el hijo se vuelve más corpóreo. Es entonces cuando volver al padre resulta difícil, tanto como crear vínculos con el hijo. Es entonces cuando la literatura te susurra que tu padre ya sólo habla un lenguaje, el de las abejas de sus colmenas. “La miel” de Tonino Guerra es esa literatura, “Un altar para la madre” de Ferdinando Camon, “Visión de la memoria” de Tomas Tranströmer, es esa literatura que te susurra. Y de toda la literatura de viajes emprendes el último de ellos, ese viaje en el que falta el compañero principal. Y es entonces cuando tú también comienzas o quizá continúas el trabajo que siempre queda inconcluso, el de seguir un rastro imposible; se titula así: “El viaje de mi padre”.









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